Por: Hernán Orbea
En este octubre, ávido de manifestaciones de agudos conflictos, la ciudad de Quito ha sido interpelada sobre el complejo rol que cumple como centro político de la sociedad ecuatoriana. Por una parte, ha albergado a grupos sociales locales y foráneos, que se han manifestado en ella -y sobre ella- para reclamar sus posturas en el conflicto; por otra, ha sido tomada como recurso físico para que las protestas se produzcan con extrema virulencia, al punto de atemorizar a la población en barrios distantes del centro-norte foco originario de las manifestaciones. Finalmente, ha sido violentada por haber ejercido históricamente una condición simbólica como centro del poder, más que como capital de la república.
El sentido y valor del espacio público ha cobrado importancia más allá de su significado cotidiano, es decir, como el lugar natural para los encuentros y las relaciones sociales de diverso tipo. En la situación excepcional sufrida en estos días, los espacios públicos han sido, simultáneamente, propiciadores y víctimas del desarrollo de la conflagración. Esta ironía nos interpela sobre las condiciones, capacidades y expresión estética que, en conjunto, deben validar a los espacios públicos como escenarios de identidad social y ambiental que representen y pertenezcan a la sociedad.
En los tiempos que corren, el diseño del espacio público debe partir de una reflexión sobre la necesidad de propiciar movilidad activa (peatonal y en bicicleta), por su complementariedad con modos masivos de transporte público; sobre la representatividad que deben alcanzar las centralidades emergentes para la gente que habita en ellas y sobre la recuperación de la civilidad a través del respeto al uso y ocupación de aceras, calles, plazas y parques, que han sido violentados, sobre todo por la hegemonía anacrónica del vehículo privado. Y todo ello bajo el supuesto de que algún día también sean escenarios de inusitados conflictos.
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